Un poco de historia
La equivocada demonización de Israel
Se demoniza a Israel cuando se la presenta como un mal histórico singular. En realidad, la creación de Israel fue típica de la época. Los hechos históricos demuestran que, a diferencia de Estados Unidos, Australia o los países sudamericanos, Israel se fundó como un Estado poscolonial, no colonial, establecido legítimamente en virtud del derecho internacional tras la retirada de la Gran Bretaña imperial. Lamentablemente, durante el resto del siglo XX y lo que llevamos del XXI, los territorios palestinos e Israel –junto con Irak, Siria, Líbano y Jordania– se han visto acosados por los típicos problemas poscoloniales de rivalidad étnica, expulsión y disturbios, y ahora guerra. De hecho, aparte de la singularidad de la antigua historia judía, el Holocausto y el volumen de migración de la diáspora, sólo dos cosas fueron excepcionales en el nacimiento de Israel. En primer lugar, se concedió la plena ciudadanía al 50% de la población árabe que había permanecido dentro de sus fronteras. En segundo lugar, a pesar de su desorden, se convirtió en una democracia liberal con una economía fuerte, lo que la hizo única en la región.
Israel no es un “Estado de colonos”
El Estado judío nació gracias a la lucha antiimperial.
La representación de Israel como una imposición colonial sobre los pueblos indígenas, un “Estado de colonos” que expropia sus tierras y su cultura, es uno de los principales pilares de la israelofobia. Como he explicado en Israelophobia: The Newest Version of the Oldest Hatred and What To Do About It, tiene sus raíces en la idea de que los judíos no tienen cabida en Medio Oriente y son ajenos a la región, una afirmación que se descarta fácilmente con un simple repaso de la historia. Sin embargo, se sigue demonizando.
Tomemos como ejemplo Akub, un restaurante palestino de moda en el barrio londinense de Notting Hill. Es algo más que un restaurante de lujo. En una entrevista concedida al New York Times en 2022, Fadi Kattan, su chef y fundador, formado en Francia, declaró que su misión era “reivindicar una cocina que forma parte de una tradición árabe más amplia que incluye alimentos como el hummus, el falafel, el tabbouleh, el fattoush y el shawarma, que él sentía que estaban siendo cooptados por los cocineros israelíes”. Parece que mientras que la gente normal cocina la comida, a los ojos de Kattan, los israelíes la “cooptan”. Esta postura se basa en una visión muy selectiva de la historia. Como señaló un lector en la sección de comentarios: “Los judíos también llevan siglos elaborando estos alimentos y no se han apropiado de nada. Ha habido una presencia judía continua en la tierra de Israel durante miles de años. Es más, muchos de estos alimentos no se limitan a la tierra de Israel, sino que son comunes en todo el antiguo Imperio otomano”.
La gente a menudo olvida que el judaísmo es dos milenios más antiguo que el islam y 1500 años más antiguo que el cristianismo. Israel fue la cuna de la civilización judía. Al menos mil años antes del nacimiento de Jesucristo, el judío más famoso de Jerusalén, el rey David, hizo de la ciudad la capital de la Tierra de Israel. Desde entonces, Jerusalén ha albergado a un mayor o menor número de judíos –la propia palabra “judío” es una abreviatura de Judea, el antiguo reino que irradiaba de Jerusalén en la Edad de Hierro–.
Culturalmente, los judíos siempre han entrelazado su identidad con la tierra de Israel, sobre todo desde su destierro a Babilonia hacia el año 598 a.C., cuando se apoderó de ellos su poderoso anhelo de retorno. Durante milenios, los judíos de la diáspora han rezado mirando hacia la Ciudad Santa, han exclamado “el año que viene en Jerusalén” en Pascua, han llorado la destrucción del Templo rompiendo una copa en las bodas, han anhelado ser enterrados allí, han rezado ante los muros que quedan del Templo destruido y lo han visitado en sus peregrinaciones. A lo largo de la historia, muchos han dado el paso de desarraigar a sus familias y regresar a su tierra natal. Todas estas prácticas continúan hasta el día de hoy.
Se puede rastrear un hilo hacia atrás a lo largo de la historia judía que muestra las antiquísimas raíces del ideal de la repatriación. A partir de 1516, Palestina –como había sido rebautizada por los romanos– cayó bajo el dominio otomano, que duraría más de 400 años. Menos de 50 años después de la conquista, Joseph Nasi, duque de Naxos, diplomático judío portugués favorecido por los otomanos, intentó devolver a los judíos a su patria sin tener en cuenta las profecías de las Escrituras sobre la espera de la llegada del mesías. En cierto modo, fue el primer sionista.
La suerte de los judíos de Tierra Santa subió y bajó durante los siglos siguientes. En 1860, el financiero británico Sir Moses Montefiore, que creía en la divina providencia del Imperio británico y en el retorno judío a Sión, fundó la comunidad de Mishkenot Shana’anim en las afueras de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Compuesta por casas de limosna de ladrillo rojo y un molino de viento, fue la primera precursora del futuro Estado (el molino todavía sigue en pie hoy).
La migración judía moderna a Palestina comenzó en 1883 con la llegada de 25.000 judíos, muchos de ellos huyendo de las turbas antisemitas en Rusia e inspirados por el deseo de regresar a sus tierras ancestrales. También llegaron judíos de lugares tan lejanos como Persia y Yemen, que se agruparon en sus propios barrios. Los inmigrantes de Bujará (Uzbekistán), entre ellos la familia de joyeros Moussaieff, que había tallado diamantes para Gengis Kan, crearon el barrio de Bujará (Shkhunat HaBucharim), con su marcado carácter centroasiático. Su imperativo de retorno se venía gestando desde hacía miles de años.
En 1896, Theodor Herzl, el padre del Israel moderno, expuso el concepto de sionismo en la Crónica Judía. “No estoy introduciendo ninguna idea nueva”, señaló. “Al contrario, es muy antigua. Es una idea universal –y ahí reside su poder– tan antigua como el pueblo, que nunca, ni siquiera en los tiempos de mayor calamidad, dejó de abrigarla. Es la restauración del Estado judío”. Y añadió: “Es extraordinario que los judíos hayamos soñado este sueño sublime durante toda la larga noche de nuestra historia. Ahora amanece. Sólo tenemos que quitarnos el sueño de los ojos, estirar nuestros miembros y convertir el sueño en realidad”.
Dieciocho meses después, en 1897, se celebró el famoso primer Congreso Sionista en Basilea. Después, Herzl escribió en su diario: “L’état c’est moi. En Basilea fundé el Estado judío. Si hoy dijera esto en voz alta, sería recibido con una carcajada universal. Quizá dentro de cinco años, y seguramente dentro de cincuenta, todo el mundo lo sabrá” (1).
Siguieron otras cuatro olas migratorias, cuando los judíos huyeron de las carnicerías de todo el mundo hacia la Palestina controlada por los otomanos. En 1896, más de tres quintas partes de los 45.300 habitantes de Jerusalén eran judíos (2). Yousef al-Khalidi, alcalde de la ciudad, escribió a su viejo amigo, Zadok Khan, rabino jefe de Francia: “¿Quién puede discutir los derechos de los judíos a Palestina? Dios sabe que históricamente es su país”. En 1915, mientras los contornos del futuro Estado judío seguían perfilándose, el nacionalismo árabe palestino aún no había aparecido. “Las cuestiones de los árabes y su nacionalidad están tan lejos de ellos como el bimetalismo de la vida de Texas”, escribió entonces TE Lawrence de Arabia. Los cristianos y los mahometanos vienen [a Jerusalén] en peregrinación; los judíos buscan en ella el futuro político de su raza”. (3)
Durante la Primera Guerra Mundial, los turcos se pusieron del lado de los alemanes. Tras su derrota, el Imperio otomano se derrumbó y grandes extensiones de su territorio pasaron a manos de las potencias aliadas. Los otomanos habían administrado sus territorios en vilayets, o cantones, y éstos se convirtieron en la base del reparto por parte de los aliados. En Medio Oriente, la Siria francesa se hizo con tres vilayatos –Damasco, Alepo y Beirut– que albergaban a cristianos maronitas, musulmanes chiíes y suníes, y drusos y alauíes. Posteriormente, los franceses dividieron el territorio en Siria y Líbano. El Irak británico se creó a partir de tres vilayatos –Bagdad, Basora y Mosul– que unieron un mosaico de musulmanes chiíes y suníes, yazidíes, kurdos y judíos iraquíes. Tras la independencia, el país resultó tan ingobernable para los iraquíes como lo había sido para los británicos. Los vilayets de Palestina, habitados por árabes suníes y cristianos, drusos, beduinos y judíos, quedaron bajo mandato británico, lo que significaba que Gran Bretaña administraría el territorio hasta que los habitantes cumplieran los requisitos para autogobernarse, momento en el que nacerían los Estados nación independientes.
Así, en 1917, el Imperio británico se convirtió en la primera potencia cristiana en gobernar Jerusalén desde hacía más de siete siglos. Se cumplía así una vieja ambición. El primer ministro David Lloyd George describió célebremente Jerusalén como “un regalo de Navidad para el pueblo británico”, tras exclamar: “¡Oh, debemos tomarla!”. El 11 de diciembre, tras derrotar a las fuerzas otomanas lideradas por los alemanes en una de las últimas cargas de caballería de la guerra moderna, el mariscal de campo Edmund Allenby desmontó y entró a pie en la Ciudad Santa. Gran Bretaña acababa de emitir la histórica Declaración Balfour, una declaración de apoyo a un “hogar nacional para el pueblo judío” en Palestina, con la intención de separar a los judíos rusos del bolchevismo. Esta declaración era típica de las promesas tácticas hechas por las grandes potencias bajo la presión de la guerra, muchas de las cuales se contradecían entre sí. Gobernar el mandato no fue fácil, ya que crecían las aspiraciones judías de tener un Estado y aumentaban las tensiones con los árabes. En la década de 1930 nació el nacionalismo palestino, que desencadenó ciclos de violencia interna.
Después llegó la Segunda Guerra Mundial. El Holocausto acentuó la necesidad de un Estado judío que fuera capaz de mantener su propio ejército y de cumplir la promesa de “nunca más”. A la manera de un pueblo indígena que se rebela contra el Imperio británico –y que comparte una lucha común con otras naciones colonizadas que sufren bajo la bota imperial–, las guerrillas judías organizaron una campaña armada contra los británicos para expulsarlos de Palestina. Como era habitual en Medio Oriente y Europa, en 1947 la ONU acordó dividir el territorio en un Estado judío y otro palestino, con fronteras trazadas en torno a las zonas de mayoría étnica (los vilayets de Jordania habían sido parcelados y sometidos al gobierno hachemita un año antes). Según esta solución de dos Estados, Israel ocuparía el 56% del territorio y los palestinos el 43%. Las poblaciones serían mixtas, con medio millón de árabes en el lado israelí y 10.000 judíos viviendo en el Estado de Palestina. Los vecinos de Israel reaccionaron con consternación; habían albergado sus propias ansias de anexionarse el territorio. El 14 de mayo de 1948, ocho horas antes de que terminara oficialmente el dominio británico, en el Museo de Arte de Tel Aviv, en el bulevar Rothschild, David Ben-Gurion, primer Primer Ministro del país, se puso en pie y proclamó la independencia de Israel. Cuarenta y cuatro años después de la muerte de Herzl, su predicción se había hecho realidad.
El bando judío había aceptado el plan de partición de la ONU. Después de todo, al norte, los sirios y los libaneses también habían aceptado la partición, a pesar de las quejas de los alauitas y los drusos. Pero los palestinos –dirigidos por el muftí de Jerusalén, Amin al-Husseini, que había colaborado estrechamente con el Tercer Reich durante la guerra y disfrutaba con la idea de exterminar a los judíos– rechazaban cualquier tratado que implicara la creación de un Estado judío. Apenas unas horas después del discurso de Ben-Gurion, siguiendo el ejemplo de Husseini, los ejércitos de Egipto, Jordania, Irak, Líbano y Siria atacaron el incipiente país judío. Esta será una guerra de exterminio y una masacre trascendental”, anunció Abdul Rahman Hassan Azzam, secretario general de la Liga Árabe, “de la que se hablará como de las masacres mongolas y las Cruzadas”. El muftí hizo un llamamiento a la yihad, gritando: “¡Asesinad a los judíos! Matadlos a todos”. Irónicamente, como ha señalado el académico Joseph Spoerl, “el plan de limpieza étnica en Palestina en 1947-8 era un plan árabe, no sionista” (4).
Se produjo una lucha existencial. Stalin, que había sido el primero en reconocer a Israel, se aseguró de que recibiera el inestimable armamento soviético de Europa del Este, y con sus organizadas y decididas unidades de combate –muchas de las cuales habían sobrevivido al Holocausto– el Estado judío resistió el ataque. En el caótico Sturm und Drang de la guerra, unos 700.000 árabes huyeron de sus hogares. “Como relata el historiador Simon Sebag Montefiore: algunos fueron expulsados por la fuerza, otros partieron para evitar la guerra, con la esperanza de regresar más tarde; y aproximadamente la mitad permanecieron a salvo en sus hogares para convertirse en árabes israelíes, ciudadanos no judíos en la democracia sionista” (5). El problema de los refugiados palestinos, escribe el historiador Benny Morris, “surgió como producto de la guerra, no de la planificación, ni por parte judía ni por parte árabe… Fue en parte el resultado de acciones maliciosas de comandantes y políticos judíos, pero en menor medida los comandantes y políticos árabes fueron responsables de su creación a través de sus órdenes y sus fracasos”. (6) La existencia actual de dos millones de ciudadanos árabes en Israel demuestra cómo las acusaciones de “limpieza étnica” se han tergiversado y utilizado como arma durante mucho tiempo.
Tras nueve meses de lucha, la guerra terminó. El Acuerdo de Armisticio de 1949, supervisado por la ONU, dividió Jerusalén y puso la Ciudad Vieja en manos del rey Abdullah de Transjordania, que también había conseguido anexionarse Cisjordania, que la ONU había reservado para los palestinos. “Nadie me arrebatará Jerusalén a menos que me maten”, declaró. Las condiciones permitían a los judíos acceder al Muro Occidental, al cementerio del Monte de los Olivos y a las tumbas del Valle del Cedrón, pero estas promesas nunca se cumplieron. Los judíos no pudieron visitar el muro durante los 19 años siguientes y sus lápidas fueron desfiguradas.
Una vez restablecida la paz, los exiliados volvieron a reunirse. Llegaron inmigrantes de todo el mundo, incluidos muchos de los 900.000 judíos que habían sido expulsados de sus hogares en la gran purga antisemita de las tierras árabes. Hoy, casi 80 años después de la Guerra de la Independencia, el 80% de los judíos israelíes nacieron en Israel y la mitad de la población judía del país es ahora negra o de Medio Oriente, lo que significa que los blancos son minoría. Lejos de ser un Estado de supremacía blanca, Israel es profundamente multirracial.
La demonización de Israel lo presenta como un mal histórico singular. En realidad, su creación fue típica de la época. Estos hechos históricos demuestran que, a diferencia de Estados Unidos, Australia o los países sudamericanos, Israel se fundó como un Estado poscolonial, no colonial, establecido legítimamente en virtud del derecho internacional tras la retirada de la Gran Bretaña imperial. Lamentablemente, durante el resto del siglo XX y lo que llevamos del XXI, los territorios palestinos e Israel –junto con Irak, Siria, Líbano y Jordania– se han visto acosados por los típicos problemas poscoloniales de rivalidad étnica, expulsión y disturbios, y ahora guerra.
De hecho, aparte de la singularidad de la antigua historia judía, el Holocausto y el volumen de migración de la diáspora, sólo dos cosas fueron excepcionales en el nacimiento de Israel. En primer lugar, se concedió la plena ciudadanía al 50% de la población árabe que había permanecido dentro de sus fronteras. En segundo lugar, a pesar de su desorden, se convirtió en una democracia liberal con una economía fuerte, lo que la hizo única en la región. Sin embargo, a pesar de todo esto, se sigue culpando a los judíos de robar el hummus.
A los clientes del restaurante Akub se les sirven sus platos “recuperados” con un telón de fondo de hileras de llaves expuestas en la pared. Representan la propiedad que perdieron los 700.000 árabes que huyeron cuando se fundó Israel, lo que alimenta las demandas de restitución. La desposesión de los palestinos se ha convertido en una de las injusticias históricas más conocidas del mundo. En ese mismo periodo, millones de personas se vieron obligadas a cruzar las fronteras de Europa y Asia, en medio de la misma agitación poscolonial, en circunstancias más violentas, con sus hogares confiscados, sus parientes asesinados, sus culturas perdidas y sus familias fragmentadas. Sin embargo, sus historias han quedado sepultadas por la historia.
¿Quién lamenta la difícil situación de los cristianos ortodoxos griegos, de los hindúes y sijs indios, de los armenios, de los refugiados irlandeses creados tras la sangrienta partición británica de 1921, o de los 12 millones de alemanes étnicos expulsados de Europa del Este a instancias de Churchill tras la Segunda Guerra Mundial? ¿O de los judíos de Medio Oriente?
Eso no quiere decir que los pecados de Israel no deban condenarse, o que la injusticia palestina deba olvidarse. Se trata simplemente de denunciar la demonización. Y ninguna nación parece estar más señalada y demonizada que Israel.
Jake Wallis Simons para Spiked (3 de noviembre de 2024)