Liderando desde atrás
El ministro de Asuntos Exteriores iraní, Mohammad Javad Zarif, saluda a John Kerry, el secretario de Estado estadounidense durante el gobierno de Obama (Ginebra, 14 de enero de 2015).
Barack H. Obama llevó adelante su campaña para la presidencia en 2008 criticando el intervencionismo exterior de la administración de George W. Bush, quien solo a unos pocos meses de asumir debió enfrentar el brutal ataque terrorista del 11 de septiembre.
Una vez en el gobierno, Obama fue degradando de a poco todas las defensas que Estados Unidos y Occidente habían ido montando en la postguerra en defensa contra las tiranías marxistas y la sedición que sus agentes propagaban a lo largo y ancho de todo el mundo libre.
El ápice de esta estrategia se produjo en 2011, en medio del conflicto en Libia, cuando uno de los asesores de Obama dijo que la estrategia de su gobierno en Libia era “liderar desde atrás”. En efecto, el gobierno estadounidense dejó la seguridad de sus diplomáticos en manos de milicias locales. El resultado fue el asesinato del embajador en Tripoli.
Obama hirió de muerte la “Pax Americana”, degradando la voluntad occidental de defenderse de su enemigo histórico. En lugar de enfrentarlo, los gobernantes se han caído en la autocomplacencia y la explotación de las divisiones internas con fines electorales de cortísimo plazo.
Llegó el momento de que Occidente empiece a liderar nuevamente el camino de las libertades. Por la razón o por la fuerza.
La naturaleza humana y el curso de la Historia
La Historia no es cíclica, es lineal. Lo que crea la ilusión de ser cíclica es la relativa estabilidad de la naturaleza humana –en comparación con los diseños culturales– a lo largo del tiempo y el espacio. Un conglomerado de (a) instintos básicos, (b) capacidades intelectuales y (c) adaptabilidad social, representa el mismo potencial de una generación a otra, predisponiendo de hecho a quienes detentan el poder a cometer los mismos crímenes y errores de juicio una y otra vez.
A diferencia de (a) el imbécil, que es incapaz de entenderlos, (b) el psicópata, que es intrépido y aparentemente indiferente, y (c) el cobarde, que se miente a sí mismo y elude responsabilidades, una persona sana aprende de sus experiencias. La memoria es esencial para adaptarse con éxito al entorno. Algo parecido puede decirse de los grandes y pequeños grupos que tienen un destino común, incluidas las comunidades de vecinos y las naciones.
En una “sociedad abierta” en la que se desarrolla un debate constante y enérgico, el intercambio de información de fuentes abiertas, las correcciones bienintencionadas o los juicios críticos no deberían permitir que nadie se mantenga desinformado durante mucho tiempo. Sin embargo, otra cuestión es si el conocimiento disponible es interpretado de manera útil o no.
Es necesario el buen juicio para lograr extraer la esencia de conflictos complejos y comprender perspectivas alternativas. Así, la familiaridad irreflexiva con experiencias pasadas, tal como son presentadas –y seleccionadas– por historiadores, comentaristas de los medios o ‘partes interesadas’ ideológicas, no ofrece ninguna garantía contra repeticiones fatales una vez que las decisiones políticas son necesarias.
Sucede que la humanidad sigue pagando un alto precio por su falsa amnesia. Los líderes occidentales muestran una reticencia política y moral no tanto a aprender de la experiencia, lo cual probablemente se descarta por amplios consejos de cerca y lejos, como a hacer uso fiel de sus conocimientos, arribando a conclusiones lógicas de sus propias observaciones y actuando a tiempo para prevenir desastres. La vanidad, la incertidumbre y la cobardía debilitan su determinación en el momento de la decisión. Intimidados por un enemigo totalitario, pueden tener una alerta temprana de hacia dónde éste se dirige, pero no se atreven a desafiarlo, buscando refugio en la esperanza de lo improbable.
En nuestros días, hemos tenido la desgracia de presenciar varios casos de concentración militar y comportamiento bélico fuera de Occidente (por ejemplo, Rusia, Irán y China), sabiendo que tarde o temprano desembocará en un enfrentamiento apocalíptico en el que corremos el riesgo de acabar como perdedores. Sin embargo, a la hora de intervenir fallamos justamente cuando tenemos algo así como la sartén por el mango. En cambio, nos entregamos a la trepidación, la complacencia del momento y la esperanza “improbable” (hipócrita) –frente al mal– a medida que la amenaza crece día a día. A pesar de todo lo que sabemos, actuamos como idiotas vacilantes. Deberíamos saberlo y actuar en consecuencia, si tuviéramos el valor de ser honestos con nosotros mismos.
Desde una mirada retrospectiva, hoy sabemos muy bien que Francia y Gran Bretaña juntas hubieran sido capaces de contener a la Alemania del Tercer Reich ejerciendo la atención oportuna en la década de 1930, aplicando las disposiciones del tratado de la Primera Guerra Mundial e impidiendo cualquier reaparición militar. Remilitarizando la región renana en 1936, los nazis se jugaron mucho y ganaron el primer asalto. A nivel personal, Neville Chamberlain, la personificación de un caballero británico, pensó que tenía a Adolf Hitler bajo control después de mirarle a los ojos durante las negociaciones de 1938 en Múnich, pero fue lamentablemente engañado. Demasiada decencia a la antigua en compañía de matones.
A decir verdad, no fue necesariamente por pura credulidad que Occidente dudara tanto antes de derrocar al comunista convertido en nacionalista Slobodan Milošević sesenta años después. Delante de toda la prensa mundial, desanimó a Occidente con mentiras patentes y falsas negociaciones. Sin embargo, los diplomáticos occidentales, hábiles y calculadores gestores de profesión, debieron de apresurarse a verlo pasar. La cuestión es más bien que, en principio, para que un gobierno democrático (o una alianza militar de democracias liberales) defienda y prepare una acción violenta se requiere la exclusión de todas las demás vías de acción. A veces, hay que reconocerlo, es difícil distinguir entre la diplomacia que hace perder el tiempo, aunque sea intencionada, y la cobardía.
Tras llegar al poder, y haciendo caso omiso del buen juicio y las lealtades tradicionales, Barack H. Obama fue a El Cairo a pronunciar un discurso en la universidad titulado “Un nuevo comienzo” (4 de junio de 2009). Con una confianza mesiánica en sí mismo reforzada por su estatus de estrella en los círculos progresistas, pretendía “tender la mano” al mundo musulmán. Supuestamente, su grandiosa ambición, seducida por su propia oratoria, era redefinir las relaciones entre Estados Unidos y los países de mayoría musulmana. La tesis era que sufrían a la sombra de graves pecados cometidos por la clase dirigente blanca de su patria: (a) el racismo (implícito en la trata transatlántica de esclavos y la esclavitud de plantación en el Sur), (b) el colonialismo, y (c) –más recientemente– el antiislamismo (como en la “Guerra contra el Terror” lanzada por la anterior administración de George W. Bush).
Por supuesto, Obama nunca consiguió apaciguar a los tiranos de Medio Oriente, ya fueran laicos o islamistas. Guiados por instintos depredadores, percibieron inmediatamente la debilidad (es decir, el fomento de la división interna, la renuncia al patriotismo y la relativización de las libertades). Lo que percibieron fue que ya no necesitaban temer a Estados Unidos cuando violaban sistemáticamente los derechos humanos y el derecho internacional. Obvio para todos, la Pax Americana estaba en declive.
Como se esboza en su peculiar declaración de autorrepudio, el “nuevo comienzo” de Obama era, de hecho, un rechazo de las generaciones pasadas y de sus inconmensurables sacrificios por la idea estadounidense, anunciando la ruptura de su país basada en la ideología e infundida por el woke. Cuando fue elegido, casi nadie imaginaba la devastadora convulsión social que pondría en marcha (por ejemplo, promoviendo la teoría conspirativa del “racismo estructural”). Sin duda, puso la semilla de la profunda división que caracteriza hoy al país de este a oeste.
Frente a un enemigo tiránico, superior y decidido en marcha, los occidentales tienden a pelearse entre sí. Esta tradición de “desacuerdo inoportuno” en momentos críticos – invariablemente para deleite indiviso del enemigo, por supuesto – se remonta a la antigua Grecia. Amenazados de extinción por el Imperio aqueménida, la competencia por el liderazgo panhelénico, los conflictos no resueltos y un ambiente general de desconfianza impidieron inicialmente a las ciudades-estado griegas coordinar sus actividades militares y organizar una respuesta creíble al avance enemigo.
El pacifismo, tal y como se desarrolló en el periodo de entreguerras, inspirado por socialistas como George B. Shaw, personificaba la ingenuidad complaciente y el derrotismo. Al mismo tiempo, era un monumento a la cobardía y al fracaso de la humanidad de los occidentales privilegiados (es decir, que disfrutaban ellos mismos de los derechos de una democracia liberal), que traicionaban la civilización y pisoteaban los ideales de dignidad y libertad. Tanto en el Tercer Reich como en la Unión Soviética, los cínicos estrategas del totalitarismo debieron regocijarse ante los “idiotas útiles” del movimiento pacifista. Bajo la pretensión de ser “realistas”, hay aún otros occidentales (por ejemplo, John J. Mearsheimer) que continúan la tradición de traición contra Occidente y explican las violaciones revanchistas del derecho internacional como culpa de las propias democracias liberales.
En política internacional, el apaciguamiento de los agresores totalitarios por parte de las democracias liberales es una estrategia miope y vergonzosa. En el pasado se probó sin éxito, por no decir otra cosa, y no sirve para otra cosa que para despertar el apetito del enemigo antidemocrático. A menos que la parte agraviada se reconcilie con la perspectiva de una rendición fragmentaria hasta la autodestrucción, no consigue nada con concesiones irrazonables, salvo aplazar el inevitable enfrentamiento (por ejemplo, la guerra).
Las sociedades gobernadas por personas brutales, implacables y con un poder ilimitado, sea cual sea la (pseudo)ideología legitimadora, proyectan la megalomanía del individuo en la cima y es probable que adopten un comportamiento psicopático (por ejemplo, intimidatorio) en la escena internacional. Confiar en la decencia humana de tales tiranos es un error fatal. Al contrario, son depredadores humanos que se comportan como lobos en un rebaño de ovejas.
Lo contrario del apaciguamiento es una muestra de resistencia, defendiendo enérgicamente la libertad, la justicia y la paz al mismo tiempo. La tolerancia occidental y la apertura a la disidencia nunca deben confundirse con dudas sobre los valores fundamentales. La lealtad a la civilización es esencial. Para no fallar a la humanidad, las democracias liberales deben creer en sí mismas, ser fuertes y prepararse para la guerra. En palabras de un romano cristiano
“Igitur qui desiderat pacem, præparet bellum”.
– Publio Flavio Vegecio Renato (De Re Militari)
Lars Møller para American Thinker. 30 de octubre de 2024.